Sobresalto en el empresariado español. Sobre todo en el sector hotelero. Y más concretamente en dos de los grandes, Meliá e Iberostar.
Estados Unidos ha abierto la puerta a que sus ciudadanos puedan
reclamar en los tribunales las propiedades que les fueron confiscadas en
Cuba a partir de la Revolución de 1959. Dado que el grueso del exilio
cubano vive en EEUU, lo que se avecina es un tsunami de demandas: los
cálculos más conservadores hablan de 75.000.
¿Y eso qué tiene que ver con los hoteleros patrios? Pues
que una decena de ellos explota 77 establecimientos en Cuba (el 51,2% de
toda la planta hotelera de la isla) y ya sería casualidad que ninguno
de los terrenos donde están edificados procediera del expolio.
La medida no se la ha sacado Donald Trump del tupé. Está incluida en la Ley Helms-Burton, aprobada en la Administración de Bill Clinton
en 1996 después de que la Fuerza Aérea cubana derribara dos avionetas
de Hermanos al Rescate, una organización que socorría a los balseros en
el estrecho de Florida.
La Helms-Burton endurecía el embargo comercial e
incluía dos capítulos peliagudos relacionados con las propiedades
confiscadas: el 3, que permite su reclamación en los tribunales, y el 4,
que restringe la entrada en EEUU de personas que se hayan quedado con
esas propiedades o que hagan negocio con ellas.
La UE puso el grito en
el cielo, ante lo que consideraba la aplicación extraterritorial de
medidas restrictivas, y los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca
dejaron esos dos capítulos en el congelador para tener la fiesta en paz.
Pero Trump no. Trump, o mejor dicho, sus asesores, han
perdido la paciencia con la dictadura cubana, cerebro en la sombra de lo
que ocurre en Venezuela. Desaparecida la URSS, el régimen castrista se
ha mantenido a flote en las dos últimas décadas gracias al petróleo que
le regala el chavismo, y no está dispuesto a permitir que eso cambie.
Por eso Washington ha decidido apretarle las tuercas imponiendo
restricciones a los viajes a Cuba, limitando el envío de remesas y
activando esos dos títulos de la Ley Helms-Burton que tanto atemorizan a
las empresas que han invertido en la isla.
La cadena
Meliá se ha apresurado a asegurar que “opera legítimamente en Cuba” y
que “no es propietaria de bienes que pudieran ser de potencial
reclamación tras su expropiación en la década de 1960”. Su papel, añade,
es el de “meros gestores hoteleros”.
Es cierto que el Estado cubano es el dueño formal de las
instalaciones, y que los empresarios españoles las gestionan mediante
contratos o como parte de compañías mixtas (la mayoría controladas por
las Fuerzas Armadas). Pero los hoteleros no pueden esgrimir el “a mí que
me registren”.
Porque, de hecho, se han aprovechado de esas propiedades
para sacar grandes beneficios. Sobre todo Meliá e Iberostar, que hoy
concentran, respectivamente, 27 y 19 hoteles, el 70% de los
establecimientos en manos de capital español.
Sabían
desde el primer momento (y ya va para tres décadas) que los problemas
legales surgirían antes o después, y se arriesgaron. Otros muchos no lo
hicieron. Pero ellos sí. Se sobrepusieron a los escrúpulos y abrieron
hoteles sujetos al apartheid castrista: todos los huéspedes eran bienvenidos menos los cubanos, que no podían alojarse. Así hasta 2008, cuando Raúl Castro derogó la restricción, oliendo los dólares de los cubanos de Miami.
En el paquete también iba incluida la explotación de los
trabajadores, privados de derechos sindicales y de la mayor parte del
salario, mediante el cambio tramposo de moneda: las empresas extranjeras
pagan al Estado los sueldos en dólares, y el empleado los recibe en
moneda local y considerablemente disminuidos (el Estado se queda hasta
con el 95%). Algo difícil de vender en los folletos de responsabilidad
social corporativa.
Los
audaces emprendedores españoles también han tenido que contemporizar
con la fea costumbre del régimen de espiar a los huéspedes. La Seguridad
cubana ha convertido los hoteles en platós de Gran Hermano, colocando
micrófonos y cámaras en las habitaciones y llenándolos de infiltrados y
soplones. Los archivos del Estado acumulan expedientes con las
intimidades de visitantes ilustres, incluso de amigos del régimen,
siempre desconfiado.
Como ha recordado en varias oportunidades el escritor cubano Carlos Alberto Montaner,
de todo ello podrían derivarse consecuencias penales. La batalla
comienza ahora. Los hoteleros contratan bufetes de abogados y Federica Mogherini
amenaza con rayos y centellas. El Gobierno español y la Unión Europea
cumplen con su papel defendiendo los intereses económicos de sus
empresas, sobre todo si hay discrepancias legales. Pero no perdamos de
vista la moraleja: asociarse a una dictadura tiene sus inconvenientes.
(*) Periodista española