Más de dos años después de que el teniente coronel Hugo Chávez Frías
intentara una asonada golpista en contra del entonces presidente de
Venezuela Carlos Andrés Pérez, Eusebio Leal, conocido en La Habana como
“el historiador de la ciudad”, invitó a Chávez a Cuba para dar una
conferencia sobre el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200
(MBR-200).
Fidel
Castro lo recibió con honores de jefe de Estado en el aeropuerto José
Martí el 13 de diciembre de 1994. “Esperamos venir a Cuba en condiciones
de extender los brazos, y en condiciones de mutuamente alimentarnos en
un proyecto revolucionario latinoamericano”,
dijo ese día Chávez, el padre de lo que luego se conocería como el “
socialismo del siglo XXI”.
El
líder venezolano llegó a la presidencia por la vía democrática tras
ganar las elecciones de 1998. El día de su asunción, estaba Fidel Castro
acompañándolo y, aparentemente, sellando una alianza estratégica. En lo
sucesivo, Chávez le ofrecería a Fidel un sostén económico —petróleo— y
Fidel a Chávez apoyo moral, estratégico e ideológico. No cuesta imaginar
que Nicolás Maduro, sucesor de Chávez y quien desde joven tuvo relación
con Cuba, es hoy el heredero de esa alianza.
Cuando
el 11 de abril de 2002 una componenda de las Fuerzas Armadas y grupos
económicos privados venezolanos sacó a Chávez del poder, la ayuda de
Castro fue fundamental
para que lo recuperara tres días después. Hay quienes dicen que a
partir de ese momento Cuba prácticamente gobierna en Venezuela.
La
Revolución cubana encontró en Venezuela el oxígeno necesario para
alargar su agonía, mientras que la revolución bolivariana buscó en Cuba
el pedigrí que le faltaba a su origen extemporáneo. Pero aunque el
destino de ambas revoluciones parece indisolublemente unido desde
entonces, están muy lejos de ser una misma cosa.
La
entrada de Fidel Castro a La Habana en enero de 1959 marcó un hito en
la historia latinoamericana y mundial. Durante su discurso triunfal, el
poeta nicaragüense Ernesto Cardenal estaba ahí y escribió que “el
Espíritu Santo iniciaba una epifanía”. Pablo Neruda, premio Nobel de
literatura,
le escribió al líder de los barbudos en
Canción de gesta:
“Esta es la copa, tómala, Fidel. / Está llena de tantas esperanzas /
que al beberla sabrás que tu victoria / es como el viejo vino de mi
patria: / no lo hace un hombre sino muchos hombres / y no una uva sino
muchas plantas”.
La
Revolución cubana fue una hija auténtica de su tiempo. No pasó así con
la revolución bolivariana. Hugo Chávez encarnó el abandono de las clases
populares venezolanas en el momento en que el comunismo caía derrotado y
terminaba de perder, entre otras cosas, su poesía. En lugar de ofrecer
guerrilleros heroicos —como el Che Guevara— y despertar el fervor
revolucionario del sacrificio, Venezuela le ofreció petróleo y dinero a
quien la siguiera.
Con
los años, ya muerta la ilusión, lo que el castrismo traspasó al
chavismo no fue una creencia, sino estrategias de poder, sistemas de
vigilancia, mecanismos de control, redes de complicidad: el modo de
administrar una iglesia.
También envió médicos, enfermeras y entrenadores deportivos a Venezuela,
pero este personal apenas alcanzó para disimular la cantidad de
expertos en seguridad, milicias y grupos paramilitares. Se calcula que
para 2007 había
30.000 cederretistas
(miembros de los Comité de Defensa de la Revolución cubana) en
Venezuela y 300 miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba
en puestos claves de sus Fuerzas Armadas. En poco más de una década, lo
expertos promedian que a cambio de este apoyo político y policial Cuba
recibió alrededor de 90.000 barriles de petróleo diarios, el
equivalente a 35 mil millones de dólares.
Es
probable que los cubanos hubieran preferido que las cosas fueran
diferentes —no tenemos cómo saberlo—, pero lo cierto es que tras seis
décadas de Revolución, terminaron generando su propio modo de vivir: una
mezcla de resignación y simpleza, algo así como desesperanza sin
desesperación.
Cuando Raúl Castro y Barack Obama declararon en diciembre de 2014 la voluntad de
restablecer relaciones diplomáticas entre sus países,
creí ver el final de una gran historia que me interesaba contar. Desde
el Chile neoliberal, exitoso y productivo, viajé muchas veces a esa isla
donde el sueño socialista terminaba de desvanecerse. Como dijo el
novelista Guillermo Cabrera Infante: “Un sueño que salió mal”. Y fui
testigo de ese fracaso, pero también de una sensibilidad y un espíritu
que mi país había perdido por la eficiencia y el apuro.
Casi
nada se produce en Cuba (hasta azúcar están importando), muy pocas
cosas funcionan (los neumáticos se “ponchan”, los ascensores se trancan,
se sabe cuándo parte el tren pero nunca cuándo llega); los cubanos
hacen colas para todo (para la papa, la guagua, la visa, la recarga del
celular en ETECSA, la empresa estatal cubana de telecomunicaciones); en
los supermercados compran lo que hay y no lo que quieren; trabajan muy
poco.
Y si bien la mayoría de ellos parece haber renunciado a sus
derechos civiles —cuesta encontrar la palabra “democracia” en su
vocabulario—, se las han arreglado para ejercer otro tipo de libertad,
una ajena a la eficiencia y a la injerencia política y que radica en la
renuncia a todo plan y a toda formalidad.
Supongo
que tener la salud y la educación garantizada por el Estado ayudan a
esto, porque la vivienda, que alguna vez también fue un derecho
universal, escasea. El turista que visita Cuba desde la abundancia
capitalista, no encuentra angustia, sino relajo, descuido, liviandad:
una comunidad fuerte que así como se vigila se ayuda y como se somete se
apoya. Cuba es uno de los países con menos delincuencia en el mundo.
Hay, sin embargo, que volverse uno de ellos para adivinar las penas que
esconden. El que no aguanta, se va.
En
Venezuela, adonde volví hace pocas semanas tras seis años, en cambio,
cunde la desazón y no se oculta. Son muchos quienes toman su cabeza a
dos manos y se preguntan cómo es posible que el país más rico de América
Latina esté viviendo esos niveles de deterioro. Tal como
dijo Roger Waters:
“Hasta ahora no hay guerra civil… ni hay encarcelamiento masivo de
opositores”. Pero otras de las aseveraciones del músico de Pink Floyd,
como que “no hay violencia y tampoco asesinatos… no hay eliminación de
la prensa”, son lisa y llanamente falsas.
Datos de Naciones Unidas señalan que Venezuela tiene una de las tasas de criminalidad
más altas del mundo
y, “en 2018, al menos 205 muertes fueron atribuidas a las fuerzas
especiales de seguridad venezolanas y otras 37 fueron presuntamente
asesinadas en enero de 2019 en Caracas”,
dijo la alta comisionada de los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
A
propósito de la situación del periodismo, la expresidenta de Chile
agregó: “Me inquieta el aumento de las restricciones a la libertad de
expresión y de prensa en Venezuela”. Sus grandes diarios históricos, El
Universal y El Nacional, están disminuidos a su mínima expresión. El
Nacional ya no circula en papel y el edificio de El Universal, en pleno
centro de la capital, parece una ruina deshabitada.
Es
verdad que han nacido y se han fortalecido los medios independientes
digitales —La Patilla, El Pitazo, Efecto Cocuyo, Prodavinci— pero la
radio y la televisión están en buena medida controlados por el gobierno y
muchos de sus periodistas han sido detenidos o amedrentados por los
distintos cuerpos de seguridad del gobierno.
Caracas
no ha sido bombardeada, pero la degradación es evidente incluso si se
la compara con la última vez que la visité, cuando ya estaba en caída
libre. La ciudad que encontré esta vez olía a barbarie, a corrupción, a
violencia, a falta de afecto comunitario. No queda rastro ahí de alguna
ilusión transformadora.
Al
oscurecer, pocos se atreven a caminar por sus calles. Cuando cae la
noche, los parientes y amigos que se separan en las veredas acostumbran
llamarse para confirmar que llegaron bien; los conductores no paran en
las luces rojas por miedo a los asaltos, y, si alguien los choca, es muy
improbable que se bajen a discutir el accidente. Prefieren ver los
estragos en un lugar seguro que exponerse a un atraco o a un secuestro.
El
suministro de agua corriente está racionalizado y disponible en casas y
departamentos solo algunas horas al día. Han proliferado los comedores
populares (ollas comunes) para alimentar a niños en riesgo de
desnutrición. Los venezolanos han bajado un promedio de
11 kilos en los últimos años.
Juan Guaidó, el presidente encargado y líder de la oposición, me dijo que
más de 300.000 venezolanos están al borde de la muerte por falta de antibióticos. No se encuentra el
80 por ciento
de las medicinas indispensables y la mortalidad infantil está
disparada. La malaria, el paludismo y el dengue se han regresado, lo que
ha creado una emergencia sanitaria.
Los
venezolanos sufren una de las más profundas crisis económicas que ha
visto América Latina en un siglo. En el país escasean los billetes,
porque la inflación de
10 millones por ciento anual,
la más alta del mundo según el Fondo Monetario Internacional, hace que
se necesiten varios fajos de bolívares para comprar una cerveza. Se ven
obligados a pagar sus compras con unas tarjetas de débito que recargan
electrónicamente.
La
economía se dolarizó en el último año. Al igual que en Cuba, solo que
en Venezuela eso pasó de manera encubierta. En el país ahora hay dos
economías: la inmensa mayoría de los venezolanos que vive en bolívares
con un sueldo mínimo y aquellos que tienen acceso a dólares a través de
remesas enviadas desde el extranjero. La diferencia entre unos y otros,
es la que existe entre una vida difícil pero sobrellevable y la miseria
absoluta.
A
los ricos, en Caracas, no les falta nada o casi nada. En el barrio de
Altamira hay licorerías y rotiserías con variedad de productos, y si
bien han cerrado muchos restaurantes en la ciudad, todavía quedan varios
de buen nivel, donde “boliburgueses” o “enchufados” (quienes han hecho
fortuna con el chavismo) se cruzan con los “escuálidos” (como bautizó
Chávez a sus opositores) de la burguesía histórica.
Son
cada día más quienes —tal como sucede en Cuba— viven del dinero que les
envían los parientes que han emigrado a territorios capitalistas. Cuba
tiene cerca de un millón y medio de emigrados, Venezuela alrededor de
tres millones, aunque se estima que este año podrían ser cinco millones.
En
las “invasiones” (tomas) y sectores marginales que recorrí en Caracas,
no encontré una gran pasión política, ni a favor ni en contra. El
madurismo, en todo caso, perdió el fervor popular amasado por Hugo
Chávez.
“¡No
vamos a negociar! ¡Diálogo sí, negociaciones no!”, me dijo el
Cucaracha, uno de los líderes del Colectivo Alexis Vive. Los colectivos
son organizaciones civiles, barriales, revolucionarias y paramilitares
creadas por Chávez para defender la revolución. Generalmente están a
cargo de la distribución de alimentos entregados por el gobierno, lo que
les da mucho poder.
“Si
entran los gringos, vamos a vietnamizar el continente”, dijo a
continuación, mientras le sonreía a un reportero de la cadena de
televisión CBS. A los periodistas de Estados Unidos y Europa les cobran
alrededor de 250 dólares por este tipo de declaraciones. “Aquí
defendemos el sistema de la comuna, como la Comuna de París. Si esta
comuna socialista se llama Panal, es porque nos organizamos igual que
las abejas y a la abeja parásita, que vendría siendo la burguesía, se la
expulsa de la comunidad”, aseguró. Este discurso combativo no se
escucha entre la gente en la calle —donde cunde la queja— pero basta
encender la televisión a cualquier hora para toparse con él.
Los
esfuerzos por mantener vivo el mito a través de la propaganda es otro
de los aspectos en que la influencia cubana se deja ver con mucha
fuerza. Tanto Fidel como Chávez, aunque muertos, habitan en la pantalla y
en los discursos como si aún estuvieran vivos.
Yo
asistí al funeral de ambos líderes, donde se les elevó a una presencia
religiosa comparándolos con Jesucristo. En Caracas vi carteles donde
aparecían Jesús y Chávez abrazados y grafitis en los que podía verse al
comandante posando junto a Jesús en La última cena.
“Chavuzcristo de Venezaret”, escribieron en uno de los muros de la
ciudad. En Cuba, donde el cristianismo popular tiene menos fuerza, se
repitió el mismo ambiente religioso. “Hombre, aprendimos a saberte
eterno / así como lo fue Jesucristo / no hay un solo altar sin una luz
por ti”, decía el himno funerario que Raúl Torres le dedicó a Fidel y
que sonaba en cada sitio por el que pasó el cortejo.
Para
perdurar en el tiempo toda creencia requiere de un Vaticano que las
financie. La caída de la Unión Soviética, en 1991, marcó el comienzo del
fin de la revolución comunista, aunque sus fieles tardarían años en
darse cuenta. El petróleo venezolano convenció a algunos de que esa
creencia revolucionaria todavía tenía futuro, pero ya era demasiado
tarde. A medida que la cortina de hierro se fue descorriendo y la luz
entró, fue cada vez más difícil mantener vivo el sueño del comunismo,
aunque el aparato creado por los viejos revolucionarios para gobernar
siguiera operando. El régimen quedó desnudo: los versos se volvieron
consigna, los énfasis morisquetas, las promesas estafas y la
altisonancia, un ruido insoportable. Es lo que se está viendo en
Venezuela de modo trágico.
La
crisis eléctrica venezolana es la prueba más potente. En menos de un
mes, el país ha sufrido una serie de apagones masivos, de varios días y a
lo largo y ancho de todo el territorio, lo que resulta escandaloso si
se considera que la central de
Guri es la segunda más grande y poderosa del continente, después de la represa brasilera Itaipú.
Cuba
podría ser arrastrada por la ineficiencia y corrupción del chavismo. La
producción de crudo, que representa más de 90 por ciento del ingreso en
divisas de Venezuela, ha caído más de 60 por ciento en una década,
arriesgando cada vez más los envíos petroleros a Cuba. Si Maduro se ve
forzado a cesar los envíos, la isla también podría quedar a oscuras,
porque
gran parte de su electricidad se genera con petróleo. Es lo que sucedió durante el Periodo Especial en la isla, años que los cubanos consideran una odisea haber superado.
“Nosotros
somos más fidelistas que comunistas”, me comentaron varios cubanos
mientras seguía el cortejo fúnebre de Fidel. Casi seis décadas después
de abrazar el socialismo, cada vez menos están dispuestos a prender
velas por la Revolución.
“Las horas crepusculares del socialismo están llegando”,
dijo
el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en un discurso en Miami,
en febrero de este año. Y, en efecto, si no llega a rescatarlos una
gran potencia como China o Rusia, no sorprendería que con Venezuela
cayeran también Cuba y Nicaragua.
De
suceder no habrá sido gracias a la habilidad de Trump, quien actúa en
esta historia simplemente como ave carroñera. El socialismo en América
Latina habrá muerto porque la población dejó de creer en él y sus
líderes, y porque la comunidad internacional, que alguna vez ovacionó de
pie en la Asamblea General de Naciones Unidas sus promesas de justicia y
ansias de transformación, hoy tiene pruebas palpables de la distancia
sideral que hay entre las arengas que aplaudió y las realidades
sociales, políticas y culturales que esos regímenes “revolucionarios”
generaron. Fueron hijos del siglo XX y su desmesura. Sin embargo, sus
errores no deben llevarse a la tumba los valores de justicia, equidad y
bienestar general que alguna vez representaron.
Justo
cuando el neoliberalismo parece alcanzar un éxito irrefrenable, abundan
los indicios de que la eficiencia, el lucro y la competitividad no
bastarán para mantener la sociedad funcionando y el planeta a flote: la
destrucción del medioambiente, la robotización del trabajo, los
imparables torrentes migratorios, la creciente concentración de la
riqueza que hacen a unas pocas corporaciones capitalistas más fuertes
que los Estados y capaces de decidir por sobre las democracias, nos
recuerdan la importancia de una política progresista que, ante el
individualismo arrasador, retome la importancia de los lazos
comunitarios. Pronto será un asunto de sobrevivencia.
En
cuanto a la tragedia que vive Venezuela, no se puede predecir aún qué
va a pasar, pero hay una serie de políticos jóvenes, provenientes casi
todos del movimiento estudiantil del año 2007, que representan el cambio
posible y están ansiosos por llevar a cabo un proyecto político amplio y
auténticamente democrático. Como me dijo el diputado Miguel Pizarro:
“Nuestra generación no fue la que destruyó la política y permitió que
existiera un fenómeno como el de Chávez”. Pizarro, quien fue chavista y
es hoy uno de los principales líderes de la oposición, tiene 31 años y
es hijo de revolucionarios chilenos que, tras el golpe de Estado
pinochetista, se refugiaron en Venezuela. “Chávez fue el producto del
agotamiento de un sistema bipartidista de hegemonía que terminó aislando
a las grandes mayorías de este país de las decisiones”.
Será
tarea de la izquierda revitalizar la causa humanista, tolerante e
ilustrada, en la que el estatus de ciudadano prime por sobre el de
consumidor.
Para
lograrlo, la izquierda deberá sacarse de encima el lastre de esos
regímenes que prometieron liberación pero conculcaron la libertad. Las
izquierdas de mañana tienen la tarea de aprender de los errores de las
del pasado y la obligación de no ser cómplices de esos gobiernos que
corrompieron sus promesas. “Bien y ahora ¿quién nos librará de nuestros
liberadores?”, se
preguntó
el poeta Nicanor Parra. Y la respuesta, para que los deseos de un mundo
mejor no sucumban al triste pragmatismo del mercado, debería ser:
nosotros, sus hijos avergonzados.
(*) P
eriodista y escritor chileno, fundador y director del semanario The Clinic