Como lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible, resulta
ilusorio confiar en la prosperidad de Cuba sin la refundación de un
modelo que cíclicamente ha demostrado su capacidad empobrecedora. Es
factible que la perla de las Antillas se deslice hacia una reedición de
las penalidades sufridas entre 1990 y 1993, cuando el PIB se contrajo un
36% como consecuencia del colapso de la URSS y la pérdida de su
petróleo y subsidios. De nuevo, el retroceso y el parcheo con soluciones
de trinchera.
Durante el período especial, Cuba introdujo liberalizaciones para
capear el temporal, pero no bastan para sobrellevar los venideros
padecimientos. En la precampaña estadounidense asistiremos a una
reiteración de las admoniciones de Trump prometiendo la caída de la
dictadura.
El Gobierno de Miguel Díaz-Canel apenas dispone de recursos
para contrarrestar los efectos financieros y comerciales de la ofensiva,
más allá de las restricciones, el abastecimiento de países amigos y las
proclamas. La atención sanitaria y la educación, un logro inédito entre
los países subdesarrollados, corren peligro si se desploman los fondos
que sostienen su universalización.
El embargo estadounidense ha causado muchos de los males cubanos,
pero los fundamentales son propios, atribuibles a un centralismo que
subyuga la libertad económica y la iniciativa privada por temor a su
deriva política y social, asumida en mayor o menor medida por China y
Vietnam.
El Palacio de la Revolución teme el desquiciamiento caribeño de
la apertura, el agravio comparativo entre los nuevos ricos y la mayoría
en precario y la gestación de una burguesía al servicio de Estados
Unidos; en suma, el agrietamiento ideológico del partido y la pérdida de
soberanía y poder.
Sin la bendición de Raúl Castro, difícilmente se acometerán las
transformaciones que el país necesita para obtener divisas, autonomía y
una economía que no dependa de los suministros de Venezuela, Rusia,
China, Argelia y Angola. Mientras no se elimine la dualidad monetaria,
tampoco será posible corregir las distorsiones salariales, ni establecer
pautas sobre productividad e inversión extranjera.
El anuncio de que la
planificación centralizada toca su fin a partir del año próximo, porque
los planes empresariales serán organizados por los propios
trabajadores, más parece un nuevo ensayo cooperativista que una
renovación de calado. Recolocar a los cientos de miles que perderían el
trabajo si cierran las fábricas sobrantes es primordial, el nudo a
desatar porque el 70% de la población activa trabaja para el Estado.
La descentralización exige un cambio de mentalidad, reclamó
Díaz-Canel. No solo la mudanza del pensamiento y el archivo de las
formulaciones inservibles. Urge un masivo bombardeo de realismo porque
la realidad nacional e internacional han evidenciado la imposibilidad de
generar empleo y bienestar con estructuras apolilladas.
(*) Periodista español
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