LA HABANA.- Lo primero que se percibe cuando se llega al aeropuerto internacional José Martí de La Habana es
el calor. Y nada más salir de sus instalaciones, el olor. El mal olor
que desprenden las gasolinas baratas que los carburadores de los coches
antiguos digieren mal. “Y el asfalto, señor –dice Julián– que es de mala
calidad y el clima lo derrite...”, en una crónica del diario La Vanguardia, de Barcelona
Julián, el conductor enviado desde el hostal de la Habana
Vieja, donde hemos alquilado una habitación, conduce un Geely, un coche
chino de color azul en el que nada indica que se dedique al transporte
público. Pero la liberalización de la economía cubana va rápido en
sectores como la hostelería, la restauración, el transporte… Aunque sea a
trompicones: nada más abrir el maletero, aparece un adolescente bajito
embutido en un uniforme de color verde de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), coge del brazo a Julián y empieza a discutir con él.
–Ya te digo que llevo meses haciendo esto, Manuel sabe…
–Manuel hoy no trabaja, y usted no tiene licencia…
–Llama a Manuel…
–Llámelo usted si quiere, que me lo diga él…
Julián llama a Manuel. Pero Manuel no sabe nada. Y al
final, Julián, el coche y los pasajeros acabamos en un puesto de control
de la PNR a centenares de metros del aeropuerto. Dos guardias se llevan
escoltado a Julián, y el joven policía nos sermonea. “Todo esto lo
hacemos por la seguridad de ustedes” repite con ganas de convencernos y
tranquilizarnos. Después llama a un taxi.
La capital cubana es una ciudad grandiosa. A finales del XIX y principios del XX se hizo mucho dinero en Cuba con
el ron y el tabaco. La burguesía habanera construyó palacetes,
mansiones y el Capitolio más grande de Centroamérica. Pero en el barrio
del Vedado, por el que circula el taxi, apenas se ve nada. No hay
iluminación en las calles y de los caserones art déco emerge una luz
débil y azulada. Entre la oscuridad y el olor, es como si la ciudad
acabara de salir de una guerra.
–Julián tiene licencia, no se preocupen por él... –dice al
día siguiente Leonardo, un empleado del hostal que nos sirve el
desayuno–. Lo que pasa es que siempre hay gente que busca que le den
unos pesos…
Nunca más sabremos de Julián. Pero así son las cosas en
Cuba. Hay una economía privada, la de las habitaciones que se alquilan,
la de los restaurantes privados (como el chic O’Reilly 304 en la Habana
Vieja), la de los conductores y guías que se contratan por días. Es la
economía que funciona con el dólar, la del turismo (el país es
abrumadoramente hermoso). Se ve en la ropa de algunos, sobre todo en los
jeans. Como los de Leonardo, que con una cadena dorada colgada del
cuello parece salido de un Grammy Latino. Y después están los otros, la
mayoría, los que malviven del salario del estado (el equivalente a unos
treinta dólares mensuales) y están obligados a buscarse la vida para
acabar el mes.
–¿Quieren un huevo? –pregunta Leonardo
No. No queremos huevo porque el desayuno se ha acabado.
Pero es la pregunta de cada día. Dicen que no hay desayuno cubano sin
huevos. Pero los huevos escasean y en el sector privado los ofrecen con
la boca pequeña. En la economía socialista hay tiendas llenas de
productos (champús, jabones, pañuelos de papel) que nadie parece querer.
Hay tiendas con las estanterías llenas de salsas, ron, cerveza, pero no
de agua mineral o galletas. Y hay colas. Colas que los cubanos
aprovechan para conversar y hacer pasar el tiempo. También en las
gasolineras. No para la gasolina especial, la de los turistas. Pero sí
para la que usan los viejos coches cubanos.
–¿Usted estuvo aquí hace treinta años? ¿De verdad? ¿Y qué le parece? ¿Le parece bien cómo estamos?
A él, desde luego, no se lo parece. Debe tener 40 años,
dice que es profesor de Bellas Artes y se desplaza en bicicleta a gran
velocidad por las calles de La Habana Vieja sorteando escombros y
charcos. “Este mes han bajado la cantidad de la canasta mensual. Eso no
está bien” explica. “Si le preguntan a mi papá, mi papá lo ve de otra
manera”. Pero su papá tiene ochenta años y una relación personal con la
Revolución.
La revolución cubana. Seguramente la más redonda del siglo
XX. Todavía hoy es difícil encontrar un relato tan potente y perfecto.
Dice así: un puñado de jóvenes barbudos desembarcan en 1957 en el
sureste de Cuba, sobreviven como guerrilla en la sierra Maestra y dos
años después, en la Nochevieja de 1959, entran en La Habana, de la que
el dictador Fulgencio Batista acaba de huir. Es la revolución heroica,
la que, para sobrevivir a la hostilidad del vecino del Norte (invasión
de bahía de Cochinos, embargo comercial), se escora progresivamente
hacia el bloque soviético. La revolución de Fidel Castro y del Che .
Pero de eso, ¡hace tanto tiempo! Después vino todo lo demás: el exilio a
Miami, la exportación de la revolución a África, la vulneración de los
derechos humanos, el fin de la amistad soviética...
La revolución es hoy
un fósil. Sobrevive en los murales de las carreteras, el “Patria o
Muerte”. O en el Museo de la Revolución, donde Ernesto Che Guevara y
Camilo Cienfuegos son exhibidos como muñecos de plástico que simulan un
ataque al enemigo. Sobrevive en los Comités de Defensa de la Revolución
(los CDR), organizados por barrios y que abren sus locales al atardecer
para la gente mayor.
La revolución, el régimen que nació de ella, que desilusionó a tantos y
que, para otros ha degenerado en dictadura, mantiene a la sociedad
detenida en los años sesenta. Ir a Cuba es viajar al pasado. A un país
sin publicidad, sin GPS con el que orientarse, un país vintage. Pero
también a un país único. Cuba es pobre, pero no hay miseria y es fácil
andar de noche. Es un país pobre, pero de pobres educados, con los niños
escolarizados, en el que muchas personas pueden sostener una
conversación interesante. Es una sociedad que en algún momento inició un
camino hacia alguna parte, pero que hoy parece extraviada.
Tan extraviada como los miles de personas que se reúnen
cada noche en las plazas para poder acceder al wifi. “Es una escena de
la nueva realidad cubana que se ha hecho entrañable y popular” dice una
web turística. Cuando lo lees, parece un mal chiste. Pero a fuerza de ir
una, dos, tres noches, acabas por socializar: “Eh, amigo, de dónde
viene?”.
Alquilar un coche es fácil en Cuba. Pero viajar es una
aventura. Los baches son infinitos (“amigo, no vaya más allá de
Camagüey, ya no se puede”). Y en la autopista hay que sortear a perros, a
coches tirados a caballo y a la gente. Miles de personas que pierden
horas cada día para que alguien las lleve de un sitio a otro. Escolares,
gente que regresa o va al trabajo, mujeres que van a ver a un
familiar... Cuba es un país en autoestop permanente.
–¡Alto ahí! ¡La transmisión de mi coche se ha roto y deben
llevarme a la empresa para informar de ello! –grita un tipo corpulento,
en los cincuenta. Lleva gorra y un silbato y se ha plantado en medio de
la autopista con los brazos abiertos. Lo hace con tanta convicción que
tardamos unos minutos en descubrir que no es un militar. Sólo es un tipo
listo que se aprovecha de unos turistas. Es Humberto, ingeniero
agrónomo.
La falta de transporte público, agravada ahora por la
escasez de combustible, es una carencia crónica de Cuba, como también el
mal estado de las carreteras. Eso y un parque automovilístico obsoleto y
surrealista: los Lada rusos que tanto atormentaron a los conductores de
la Europa del Este se venden aquí por hasta 30.000 dólares.
–Cuba tiene sus cosas, pero la transportación está mal –dice Humberto, que es de los que ve el vaso medio lleno.
–Mi mujer es ginecóloga. Yo me dedico a la planta del
tabaco, y tenemos dos hijos, chico y chica... El presidente, Don Miguel
Díez Canel, ha hecho buenos cambios. Antes, la Constitución protegía a
los que trabajaban y a los que no trabajaban. Ahora los que no trabajan
no están protegidos, y no tienen el mismo trato en las colas de
productos.
Miguel Díez Canel es presidente desde el 19 de abril del
2018, día en que sucedió a Raúl Castro, el hermano pequeño. Cabello
blanco y bien parecido, es el primer presidente nacido después de la
revolución. Y también el burócrata forzado a gestionar la desilusión de
los últimos años.
La frustración que dejó la visita de Barak Obama en
marzo del 2017, el día en que pensaron que todo iba a cambiar y las
reformas iban a acelerarse. No fue así.
–Habla muy bien –dice doña Nora, mientras mira distraída al
televisor. Doña Nora vive en una de esas grandes casas de techos altos y
muchas columnas en Cienfuegos. Pero toda su vida transcurre en una
única habitación llena de recuerdos.
Díaz Canel está dando un largo discurso a través de la
televisión para decir que no ha podido ser. Que el petrolero que tenía
que descargar en el puerto no ha podido hacerlo (el 60% de la energía
cubana procede de Venezuela y la Administración Trump ha endurecido el
embargo). Díaz Canel advierte que vendrán días difíciles. Pero que
después las cosas irán mejor. Doña Nora suspira con resignación.
Los cubanos están nerviosos. Ya hace días que la gasolina
escasea y han habido apagones. Hablan del temor al regreso de un nuevo
Periodo Especial. Cuando la Unión Soviética entró en colapso, a finales
de 80, dejó de subvencionar a los cubanos. No quedó más remedio que
implantar un periodo de austeridad brutal. La dieta de los cubanos se
hundió. Y sólo el buen humor y el sentido igualitario de la vida
explican que los cubanos pudieran salir de aquel pozo.
Doña Nora dice que lo superaron porque “no hemos
pasado todo lo que hemos pasado para caer ahora en manos de los
gringos”. Pero la sociedad que venció al periodo especial era diferente.
El turismo ha hecho a los cubanos más desiguales. Y a los jóvenes muy
escépticos... Cuba no se rinde. Quizás. Solo en una cosa sí lo ha hecho:
en la patria del son y de Benny Moré, el reguetón es hoy la única
música de fondo.
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