domingo, 22 de septiembre de 2019

Cuba, detenida en el tiempo


LA HABANA.- Lo primero que se percibe cuando se llega al aeropuerto internacional José Martí de La Habana es el calor. Y nada más salir de sus instalaciones, el olor. El mal olor que desprenden las gasolinas baratas que los carburadores de los coches antiguos digieren mal. “Y el asfalto, señor –dice Julián– que es de mala calidad y el clima lo derrite...”, en una crónica del diario La Vanguardia, de Barcelona

Julián, el conductor enviado desde el hostal de la Habana Vieja, donde hemos alquilado una habitación, conduce un Geely, un coche chino de color azul en el que nada indica que se dedique al transporte público. Pero la liberalización de la economía cubana va rápido en sectores como la hostelería, la restauración, el transporte… Aunque sea a trompicones: nada más abrir el maletero, aparece un adolescente bajito embutido en un uniforme de color verde de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), coge del brazo a Julián y empieza a discutir con él.
–Usted me muestra la licencia y todo arreglado. Si no, el coche no se mueve de aquí…
–Ya te digo que llevo meses haciendo esto, Manuel sabe…
–Manuel hoy no trabaja, y usted no tiene licencia…
–Llama a Manuel…
–Llámelo usted si quiere, que me lo diga él…
Julián llama a Manuel. Pero Manuel no sabe nada. Y al final, Julián, el coche y los pasajeros acabamos en un puesto de control de la PNR a centenares de metros del aeropuerto. Dos guardias se llevan escoltado a Julián, y el joven policía nos sermonea. “Todo esto lo hacemos por la seguridad de ustedes” repite con ganas de convencernos y tranquilizarnos. Después llama a un taxi.
La capital cubana es una ciudad grandiosa. A finales del XIX y principios del XX se hizo mucho dinero en Cuba con el ron y el tabaco. La burguesía habanera construyó palacetes, mansiones y el Capitolio más grande de Centroamérica. Pero en el barrio del Vedado, por el que circula el taxi, apenas se ve nada. No hay iluminación en las calles y de los caserones art déco emerge una luz débil y azulada. Entre la oscuridad y el olor, es como si la ciudad acabara de salir de una guerra.
–Julián tiene licencia, no se preocupen por él... –dice al día siguiente Leonardo, un empleado del hostal que nos sirve el desayuno–. Lo que pasa es que siempre hay gente que busca que le den unos pesos…
Nunca más sabremos de Julián. Pero así son las cosas en Cuba. Hay una economía privada, la de las habitaciones que se alquilan, la de los restaurantes privados (como el chic O’Reilly 304 en la Habana Vieja), la de los conductores y guías que se contratan por días. Es la economía que funciona con el dólar, la del turismo (el país es abrumadoramente hermoso). Se ve en la ropa de algunos, sobre todo en los jeans. Como los de Leonardo, que con una cadena dorada colgada del cuello parece salido de un Grammy Latino. Y después están los otros, la mayoría, los que malviven del salario del estado (el equivalente a unos treinta dólares mensuales) y están obligados a buscarse la vida para acabar el mes.
–¿Quieren un huevo? –pregunta Leonardo
No. No queremos huevo porque el desayuno se ha acabado. Pero es la pregunta de cada día. Dicen que no hay desayuno cubano sin huevos. Pero los huevos escasean y en el sector privado los ofrecen con la boca pequeña. En la economía socialista hay tiendas llenas de productos (champús, jabones, pañuelos de papel) que nadie parece querer. 
Hay tiendas con las estanterías llenas de salsas, ron, cerveza, pero no de agua mineral o galletas. Y hay colas. Colas que los cubanos aprovechan para conversar y hacer pasar el tiempo. También en las gasolineras. No para la gasolina especial, la de los turistas. Pero sí para la que usan los viejos coches cubanos.
–¿Usted estuvo aquí hace treinta años? ¿De verdad? ¿Y qué le parece? ¿Le parece bien cómo estamos?
A él, desde luego, no se lo parece. Debe tener 40 años, dice que es profesor de Bellas Artes y se desplaza en bicicleta a gran velocidad por las calles de La Habana Vieja sorteando escombros y charcos. “Este mes han bajado la cantidad de la canasta mensual. Eso no está bien” explica. “Si le preguntan a mi papá, mi papá lo ve de otra manera”. Pero su papá tiene ochenta años y una relación personal con la Revolución.
La revolución cubana. Seguramente la más redonda del siglo XX. Todavía hoy es difícil encontrar un relato tan potente y perfecto. Dice así: un puñado de jóvenes barbudos desembarcan en 1957 en el sureste de Cuba, sobreviven como guerrilla en la sierra Maestra y dos años después, en la Nochevieja de 1959, entran en La Habana, de la que el dictador Fulgencio Batista acaba de huir. Es la revolución heroica, la que, para sobrevivir a la hostilidad del vecino del Norte (invasión de bahía de Cochinos, embargo comercial), se escora progresivamente hacia el bloque soviético. La revolución de Fidel Castro y del Che .
Pero de eso, ¡hace tanto tiempo! Después vino todo lo demás: el exilio a Miami, la exportación de la revolución a África, la vulneración de los derechos humanos, el fin de la amistad soviética... 
La revolución es hoy un fósil. Sobrevive en los murales de las carreteras, el “Patria o Muerte”. O en el Museo de la Revolución, donde Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos son exhibidos como muñecos de plástico que simulan un ataque al enemigo. Sobrevive en los Comités de Defensa de la Revolución (los CDR), organizados por barrios y que abren sus locales al atardecer para la gente mayor.
La revolución, el régimen que nació de ella, que desilusionó a tantos y que, para otros ha degenerado en dictadura, mantiene a la sociedad detenida en los años sesenta. Ir a Cuba es viajar al pasado. A un país sin publicidad, sin GPS con el que orientarse, un país vintage. Pero también a un país único. Cuba es pobre, pero no hay miseria y es fácil andar de noche. Es un país pobre, pero de pobres educados, con los niños escolarizados, en el que muchas personas pueden sostener una conversación interesante. Es una sociedad que en algún momento inició un camino hacia alguna parte, pero que hoy parece extraviada.
Tan extraviada como los miles de personas que se reúnen cada noche en las plazas para poder acceder al wifi. “Es una escena de la nueva realidad cubana que se ha hecho entrañable y popular” dice una web turística. Cuando lo lees, parece un mal chiste. Pero a fuerza de ir una, dos, tres noches, acabas por socializar: “Eh, amigo, de dónde viene?”.
Alquilar un coche es fácil en Cuba. Pero viajar es una aventura. Los baches son infinitos (“amigo, no vaya más allá de Camagüey, ya no se puede”). Y en la autopista hay que sortear a perros, a coches tirados a caballo y a la gente. Miles de personas que pierden horas cada día para que alguien las lleve de un sitio a otro. Escolares, gente que regresa o va al trabajo, mujeres que van a ver a un familiar... Cuba es un país en autoestop permanente.
–¡Alto ahí! ¡La transmisión de mi coche se ha roto y deben llevarme a la empresa para informar de ello! –grita un tipo corpulento, en los cincuenta. Lleva gorra y un silbato y se ha plantado en medio de la autopista con los brazos abiertos. Lo hace con tanta convicción que tardamos unos minutos en descubrir que no es un militar. Sólo es un tipo listo que se aprovecha de unos turistas. Es Humberto, ingeniero agrónomo.
La falta de transporte público, agravada ahora por la escasez de combustible, es una carencia crónica de Cuba, como también el mal estado de las carreteras. Eso y un parque automovilístico obsoleto y surrealista: los Lada rusos que tanto atormentaron a los conductores de la Europa del Este se venden aquí por hasta 30.000 dólares.
–Cuba tiene sus cosas, pero la transportación está mal –dice Humberto, que es de los que ve el vaso medio lleno.
–Mi mujer es ginecóloga. Yo me dedico a la planta del tabaco, y tenemos dos hijos, chico y chica... El presidente, Don Miguel Díez Canel, ha hecho buenos cambios. Antes, la Constitución protegía a los que trabajaban y a los que no trabajaban. Ahora los que no trabajan no están protegidos, y no tienen el mismo trato en las colas de productos.
Miguel Díez Canel es presidente desde el 19 de abril del 2018, día en que sucedió a Raúl Castro, el hermano pequeño. Cabello blanco y bien parecido, es el primer presidente nacido después de la revolución. Y también el burócrata forzado a gestionar la desilusión de los últimos años. 
La frustración que dejó la visita de Barak Obama en marzo del 2017, el día en que pensaron que todo iba a cambiar y las reformas iban a acelerarse. No fue así.
–Habla muy bien –dice doña Nora, mientras mira distraída al televisor. Doña Nora vive en una de esas grandes casas de techos altos y muchas columnas en Cienfuegos. Pero toda su vida transcurre en una única habitación llena de recuerdos.
Díaz Canel está dando un largo discurso a través de la televisión para decir que no ha podido ser. Que el petrolero que tenía que descargar en el puerto no ha podido hacerlo (el 60% de la energía cubana procede de Venezuela y la Administración Trump ha endurecido el embargo). Díaz Canel advierte que vendrán días difíciles. Pero que después las cosas irán mejor. Doña Nora suspira con resignación.
Los cubanos están nerviosos. Ya hace días que la gasolina escasea y han habido apagones. Hablan del temor al regreso de un nuevo Periodo Especial. Cuando la Unión Soviética entró en colapso, a finales de 80, dejó de subvencionar a los cubanos. No quedó más remedio que implantar un periodo de austeridad brutal. La dieta de los cubanos se hundió. Y sólo el buen humor y el sentido igualitario de la vida explican que los cubanos pudieran salir de aquel pozo.
Doña Nora dice que lo superaron porque “no hemos pasado todo lo que hemos pasado para caer ahora en manos de los gringos”. Pero la sociedad que venció al periodo especial era diferente. El turismo ha hecho a los cubanos más desiguales. Y a los jóvenes muy escépticos... Cuba no se rinde. Quizás. Solo en una cosa sí lo ha hecho: en la patria del son y de Benny Moré, el reguetón es hoy la única música de fondo.

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