Para los estadounidenses nacidos en Cuba no es siquiera posible
comprar un boleto de tercera para viajar en barco a la Isla, gracias a
la obstinación en el pasado del régimen de La Habana.
La compañía
Carnival Corporation, a través de su “empresa hermana” Fathom Travel,
comenzará a brindar un servicio de viajes de cruceros a Cuba a partir
del 1 de mayo. Pero las leyes cubanas vigentes prohíben que personas
nacidas en Cuba entren a la Isla por mar, y Fathom no puede aceptar que
los nacidos en Cuba se suban al barco.
Lo que está haciendo Fathom
no es nada fuera de lo común en una empresa que brinda servicios de
viaje. Cualquiera que intente abordar un vuelo internacional en un
aeropuerto de Estados Unidos tiene primero que enseñar su pasaporte. Si
no tiene la visa correspondiente, o si el pasaporte estadounidense no le
otorga el privilegio de viajar sin ella, la aerolínea no lo admite.
La
medida tampoco es nueva. La conocen quienes a bordo de un yate habían
intentado entrar en su país de origen. Pero hasta ahora solo eran
algunos afortunados las víctimas de tal arbitrariedad.
Ahora los
afortunados son más, quienes pueden pagar un costoso crucero, y
posiblemente dentro de poco les llegue el turno a los que tienen menos:
los que desearían tomar un ferri para ir a Cuba y gastar solo una parte
de lo que cuesta un pasaje en avión.
De llegar ese momento, afortunados y no tan afortunados tendrán un reclamo común.
Lo
que llama la atención en todo esto es como el camino hacia una posible
normalización entre los dos países atraviesa por una serie de
situaciones más cercanas a la farsa que al raciocinio. Y eso que uno de
los argumentos fundamentales para iniciarlo fue abandonar una política
sin resultados.
“No creo que debamos hacer lo mismo durante otras
cinco décadas y esperar un resultado distinto”, dijo el presidente
Barack Obama al anunciar el inicio del restablecimiento de relaciones
con Cuba. Y tenía razón.
Solo que el Gobierno cubano continúa empeñado en repetir lo mismo, porque considera que a él sí le ha dado resultados.
Abolir
la medida cubana no es algo difícil. No implica problemas políticos ni
ideológicos. Es simplemente cerrar una puerta al pasado.
Pero
nadie se atreve a hacerlo o proponerlo hasta que Raúl Castro no lo
indique. Y el negocio de los cruceros es algo en lo que el gobierno
cubano siempre ha tenido más reserva que empeño. Incluso Fidel Castro
llegó a desestimarlo en un momento.
Uno de los aspectos que nunca
ha visto Cuba con agrado es que, a diferencia de otras formas de
turismo, quienes van en un crucero no se hospedan en los hoteles ni la
mayor parte del tiempo comen en restaurantes. Pero más allá del factor
económico, al gobierno cubano le gusta la compartimentación: los
turistas extranjeros para un lado y los exiliados para otro. Y eso no es
posible en un crucero.
A Carnival lo que le preocupa es hacer
dinero, y no hay nada de malo en ello si se adopta el punto de vista del
capitalismo. Los líos de los cubanos que los arreglen entre ellos. Pero
es que hay muchos que nacieron en Cuba y ahora son tan ciudadanos de
este país como quienes nacieron aquí.
Así que más allá de demandar
a la empresa —bajo el artilugio legal de que un crucero es a la vez un
lugar de hospedaje— lo que hay que hacer es que demandar y exigir al
Gobierno de este país, para que sus ciudadanos por nacionalización no
sean considerados norteamericanos de segunda categoría en su lugar de
nacimiento.
El problema hasta ahora con ese reclamo válido es que
la ecuación Cuba-Estados Unidos continúa encerrada en una fórmula
binaria que deja fuera una necesaria zona intermedia. Al exilio se le
asocia con una actitud negativa hacia cualquier acercamiento a la Isla
mientras que la voz cantante de la distensión ha quedado en manos de los
mercaderes.
De ahí que la farsa sustituya y opaque un proceso que
debería trascender por otros rumbos. Risible en el mejor de los casos
que un crucero parta desde Miami bajo las categorías espurias que en la
actualidad definen los “contactos de pueblo a pueblo”, cuando el
acercamiento más posible a lo cubano, para un viajero a bordo, no
trascienda de un mojito en cubierta o en tierra. Recovecos del sistema
democrático que se aprovechan con otros fines. Lo sencillo y honesto
sería permitir el turismo a secas y punto. Pero de ese juego se
aprovecha el Gobierno cubano para recibir dinero y lanzar protestas.
Lo
peor de todo es que, dentro de estas trampas temporales por las que
atraviesa el intento de distensión Washington-La Habana, el principal
beneficiario aparente sea un régimen que apueste al momento para
sostener su permanencia. Y que a ello contribuyan las fuerzas y grupos
que supuestamente encabezan su rechazo.
En ello radica lo difícil,
que a veces resulta, sea comprendida una posición que al tiempo que
aboga por el levantamiento del embargo y el abandono de una beligerancia
entendida en términos de gestos inútiles, se oponga con igual fuerza a
una complicidad —o al menos parsimonia— con la naturaleza reaccionaria
del régimen de La Habana. Y que en lo fundamental se defina hacia un
reconocimiento pleno de los derechos ciudadanos otorgados por el país de
adopción, los cuales se imponen sobre aquellos que la nación de origen
no respeta.
El problema con la medida que prohíbe que personas
nacidas en Cuba entren a la Isla por mar trasciende esta normativa que
es posible en un futuro más o menos cercano sea borrada con un plumazo
similar al que se impuso. Tiene que ver con el hecho de que el Gobierno
cubano no esté dispuesto a un diálogo profundo y abierto con quienes
viven fuera, salvo las reuniones ocasionales con el coro que aplaude y
aprueba solo las resoluciones contra el embargo y se despreocupa del
resto.
¿Por qué los cubanos que salieron de Cuba de forma
definitiva después de 1970, según las propias leyes del país, y se hacen
ciudadanos de cualquier otro, especialmente Estados Unidos, tienen que
renovar el pasaporte cubano para volver a entrar a su país de origen,
aunque sea por unos días?
La anterior pregunta pasa a un plano
secundario ante una interrogante mayor: ¿por qué el Gobierno cubano no
cumple sus propias leyes?
Si la actual constitución cubana, en lo
cual sigue las pautas de la Constitución del 40, no admite la doble
ciudadanía ―y fundamenta que una vez que un cubano adopta una ciudadanía
extranjera pierde automáticamente la cubana―, carece de sentido
jurídico que al mismo tiempo exija el pasaporte cubano para entrar al
país a quienes han nacido en la Isla, pero viven de forma permanente en
el exterior y han adquirido otra ciudadanía.
La clave en todo este
asunto es que el régimen cubano no considera al pasaporte como un
documento más, al que tiene derecho todo ciudadano, sino como un
privilegio que se otorga como recompensa y se niega como castigo. Y al
mismo tiempo quiere extender ese control al que partió. Este concepto
medieval, del terruño y el origen, no solo es obsoleto desde hace mucho
tiempo, sino que obliga a quienes se someten a ello a portarse como
ingratos hacia el país que los acogió.
Si alguien se hace
ciudadano estadounidense o español, y acepta viajar a la Isla con
pasaporte cubano, está no solo tirando al cesto de la basura la
ciudadanía adquirida —y por lo tanto despreciando a la nación, el
gobierno y la población de su nuevo sitio de residencia— sino
renunciando a sus derechos.
La consecuencia de todo ello es que La
Habana practica un principio de extraterritorialidad hacia sus
ciudadanos de origen, a los que en última instancia considera rehenes en
el exterior. Y nadie, ni el Gobierno cubano ni el estadounidense,
parece dispuesto a dedicar mayores esfuerzos a resolver esta situación.
(*) Ingeniero y físico
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