La Cuba
post-Fidel sobreviene en el peor momento posible, con un nuevo
presidente de los Estados Unidos crítico de la apertura a Cuba
practicada por su antecesor, Barack Obama, y sin un sólo apoyo
internacional al régimen que pueda ser considerado solvente. Trump
calificó a Castro de dictador brutal, y es poco probable que vaya a
facilitar las cosas a los sucesores de su actual sucesor, Raúl.
La
política norteamericana sobre Cuba tiene carácter de ‘Cuestión
de Estado’, más allá de cualquier conveniencia o pragmatismo
diplomático de Washington, cosa que Obama quizás no evaluó lo
suficiente, tal como le ocurrió con otros ensayos tentativos de su
política internacional: en Siria por ejemplo . Por eso es
previsible que Trump guarde el dossier cubano en el congelador, y
atienda las demandas que vendrán de los sectores del partido
republicano sensibles a las opiniones y deseos de los exiliados
cubanos, y la previsible resistencia del Congreso a que la
sucesión a los Castro suponga alguna forma de garantías a la
supervivencia del régimen. Objetivo éste al que han estado
dedicados los tímidos intentos de apertura del régimen comunista
de Cuba en el plano económico, aunque no así en el político.
Está
previsto que Raúl Castro abandone la presidencia en 2018 y
cualquier sucesor será necesariamente alguien perteneciente a
una generación que no vivió la revolución como epopeya heroica.
Este salto generacional, y también emocional, podría
teóricamente facilitar, después de Raúl, vías de apertura que
lleven a cambios significativos en la constitución del
régimen. Todo dependerá de la persona que esté al frente del
aparato del estado y sus instrumentos de seguridad. El futuro
liderazgo deberá justificar, por un lado, su acción política
sin contar con el carisma fidelista, y por otro lo ha de hacer bajo
la presión de una economía que, previsiblemente, pronto entrará
en otra crisis profunda.
El previsible paso atrás en la
apertura diplomática hacia Cuba, por la presidencia de Trump,
coincidiría con el hundimiento económico del régimen
venezolano, el último de la larga lista de benefactores de la
dictadura cubana (categoría distinta de la de valedores, de los
cuales siempre hubo muchos más, y aún seguirá habiendo pese a lo
desesperado de su causa).
Años después del hundimiento del
régimen soviético, Cuba empezó a depender económica y
funcionalmente del régimen chavista, lo que liquidó la tímida
apertura económica, practicada por el castrismo sin convicción
alguna, y ahora depende de su sucesor, Nicolás Maduro, para
factores vitales de su economía.
La debilidad de Venezuela priva
a Cuba de su principal sostén
Pero
Maduro ya no puede practicar la largueza de antaño, debido a que su
país sufre una profunda crisis económica, con preocupantes
derivadas sociales. Petróleos de Venezuela, la compañía que siempre
ha servido de ubre financiera del régimen, recientemente
escapó por los pelos de una posible suspensión de pagos, pero no se
descarta que acabe incurriendo. Y además se enfrenta a un largo
periodo de bajos precios del crudo. Las arcas del tesoro están a las
últimas, lo mismo que los estantes de comercios, mercados y
farmacias. La crisis de suministros es el factor que empuja a
antiguos chavistas a reconsiderar sus lealtades. Maduro se
sostiene por métodos dudosamente constitucionales,
maniobrando contra la oposición, que le exige celebrar un
referéndum revocatorio de su presidencia, el cual ya cumplió la
primera fase procedimental, con un resultado abrumadoramente
contrario a la continuación de su mandato.
Es dudoso que
Venezuela pueda seguir financiando Cuba con los $13.000 millones
anuales que le ha hecho llegar a los Castro, según estimaciones del
experto cubano (en el exilio) Carmelo Mesa-Lago, de la universidad
de Pittsburgh. El suministro casi gratuito de 100.000 barriles de
petróleo diarios, desde hace años, se estima que en la actualidad
se ha reducido a poco más de 50.000. Ese analista describe las
políticas económicas del régimen como un fracaso: sin haber
cumplido el tránsito hacia la industrialización, la economía
cubana sigue dependiendo de los servicios, fundamentalmente los
aplicados al turismo y a una inmensa administración, aunque
también a la sanidad. La digitalización de la sociedad,
además, está limitada por un régimen de control absoluto de la
información.
Cuba necesitaría reformar su política de
control de cambios, que vuelve irracional la interacción entre la
actividad mercantil y el consumo ordinario de los cubanos.
Reformar esta política correría el riesgo de destruir los
aparatosos mecanismos para el control de los precios al
consumidor, lo que produciría la desafección del público. Así
que, como en Venezuela, el gobierno cubano se ve obligado a mantener
un régimen económico artificial, que genera
desabastecimiento y pobreza. Por no hablar de los frenos a las
inversiones extranjeras en el desarrollo de Cuba.
Incluso si
el régimen se atreviera a reformar las bases de su economía
mercantilista (o socialista, si se prefiere), todavía chocaría
con los obstáculos puestos en el pasado por los gobernantes del que
podría ser, por razones geopolíticas, su principal mercado
natural, los Estados Unidos. Las concesiones hechas por Washington a
La Habana desde que se restablecieron las relaciones
diplomáticas en 2014 fueron únicamente las que podían entrar en
las prerrogativas del ejecutivo norteamericano. Pero están,
todavía intactas, las prerrogativas que en esta materia conserva
el Congreso.
El poder legislativo norteamericano impuso
en 1962 un embargo comercial a Cuba, por la política represiva
del régimen, su actividad militar exterior y su alianza con la
Unión Soviética. La posición de Washington se endureció en 1996, con
la aprobación de la ley Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act,
que estipulaba las condiciones para el levantamiento del
embargo. Uno de ellos es materialmente inasumible por Cuba en estos
momentos: la indemnización por los bienes de ciudadanos
estadounidenses expropiados por la revolución.
Otros son
aún más difíciles de atender: entre otros, la eliminación de
algunos servicios de inteligencia y seguridad, acusados de
permanentes acciones contra los intereses de los Estados Unidos, así
como asegurar la independencia judicial, la observancia de los
derechos humanos, un régimen de libertades civiles, etc. El
cumplimiento de estos requisitos supondría que el régimen acepta
su autoeliminación. Raúl Castro, presidente de Cuba hasta 2018,
no es el hombre para esa ‘estación’.
(*) Periodista español
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