Desde que se anunció oficialmente la visita del presidente Barack
Obama a La Habana, el nerviosismo era perceptible en la cúspide del
poder castrista. El presidente Raúl Castro sabía que tenía mucho que
ganar en ese evento diplomático, símbolo del proceso de deshielo en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Pero al mismo tiempo no podía
ignorar los riesgos que corría acogiendo a un presidente del “imperio”
que nunca ocultó su intención de abordar la causa de los derechos
humanos y la libertad durante su estadía.
Ese nerviosismo era
tanto más comprensible cuanto que un sondeo realizado en Cuba en abril
del año pasado indicaba que la popularidad del presidente Obama en Cuba
(80%) era muy superior a la de los hermanos Castro (47% para Raúl y 44%
para Fidel).
Lo que más molestaba al régimen cubano era que Obama
subordinaba su viaje a la posibilidad de reunirse con representantes de
la disidencia cubana, incluyendo las Damas de Blanco, a quienes los
esbirros del régimen golpean y arrestan cada domingo por tratar de
marchar reclamando democracia y libertad.
El malestar en las filas
del régimen se hizo sentir desde los primeros minutos del viaje de
Obama. Alejándose de las normas protocolares, el general presidente no
estuvo presente en el aeropuerto de La Habana para darle la bienvenida a
su homólogo estadounidense.
Pensándolo bien, aquella ausencia
actuó a favor de las intenciones declaradas del presidente
estadounidense, a saber: lograr que su viaje fuese visto como un
encuentro fraternal con el pueblo cubano, más que como una visita
oficial.
En vista de que en La Habana llovía en el momento en que
el avión presidencial aterrizó, Obama descendió las escaleras del mismo
con un paraguas en la mano, en vez de ordenar que uno de sus subalternos
efectuara esa tarea. El gesto, además de enviar un mensaje típico de
relaciones públicas, contrastaba con la imagen captada unos meses atrás
en la que Evo Morales, el muy castrista y supuesto luchador por la
igualdad, ordenaba en público a uno de sus guardaespaldas arrodillarse
dócilmente y atar los cordones de uno de sus zapatos.
La
conferencia de prensa celebrada al día siguiente permitió a los cubanos
apreciar la gran diferencia que existe entre una democracia y una
dictadura en materia de comunicación, libertad de expresión y apertura
al debate público. Mientras el presidente Obama, por estar acostumbrado
al juego de preguntas y respuestas, se mostró distendido y sereno a lo
largo del ejercicio, el presidente Castro prácticamente perdió los
estribos simplemente porque un periodista se atrevió a cuestionarlo
sobre la existencia de prisioneros políticos en Cuba.
El punto
culminante de la estadía de Obama en Cuba fue su discurso en el Gran
Teatro de La Habana. Cual estocadas a la dictadura castrista, abundaron
las referencias a los derechos humanos, así como los llamamientos al
acercamiento de los cubanos de ambos lados del estrecho de Florida.
Y
como ocurre con todo discurso impactante, el de Obama se recordará por
una de sus frases, a saber, cuando se dirige al presidente Castro y le
dice que “no necesita temer a las voces diferentes del pueblo cubano”.
Horas
después del discurso en el Gran Teatro de La Habana tiene lugar la
reunión de Obama con representantes de la disidencia interna en la
Embajada de Estados Unidos. Y por el simple hecho de que esa reunión
pudo materializarse a pesar de las reticencias del régimen castrista, la
misma ha contribuido a resaltar la notoriedad y visibilidad
internacional de la valiente lucha de hombres y mujeres que hasta
entonces ningún jefe de Estado, ni siquiera el papa Francisco, había
osado concederles una audiencia.
Consciente del impacto que
tendría la visita de Obama, el régimen castrista programó, para
inmediatamente después de la misma, un concierto de los Rolling Stones
(cuyas canciones, cabe recordar, habían sido prohibidas durante varias
décadas por el régimen, por considerarlas símbolos de la decadencia del
capitalismo).
Dado el corto lapso transcurrido entre ambos
eventos, es legítimo pensar que el espectáculo de los Rolling Stones
tenía por objetivo relegar a un segundo plano lo que Obama había dicho
durante su estadía en la isla.
No es nada seguro, sin embargo, que
un espectáculo de rock and roll, por famosos que fuesen sus
intérpretes, podrá borrar el impacto de la visita de un presidente del
“imperio” que, por sus múltiples gestos y declaraciones, supo instilar
la esperanza en el cambio (“Sí, se puede”) en el corazón y la mente de
los cubanos.
La mejor prueba de que el viaje de Obama les causó
ronchas a los jerarcas del castrismo es que logró que saliera del
armario de antigüedades esa reliquia viviente que se llama Fidel Castro y
publicara un artículo en un lenguaje arcaico propio de una ideología
vetusta, con las consabidas diatribas en contra del “imperio” y
reprochándole a Obama no reconocer los supuestos y cada vez más
infundados logros del régimen en materia de salud y educación primaria y
superior.
El ostensible malestar de Fidel, reflejado en su
artículo, permite pensar que la repentina visita del presidente Nicolás
Maduro a La Habana –previa a la llegada de Obama– se hizo con el visto
bueno y quizás a iniciativa del Líder Máximo. Era una forma de decirle a
Obama que mientras él proyectaba hablar de derechos humanos y reunirse
con la disidencia cubana, el comandante Fidel prefería recibir al
presidente de Venezuela. Parecería que a Fidel se le escapó que ese tipo
de alarde, con un presidente venezolano que funge cada día más de
rémora política, no podía sino dejar impertérrito al presidente del
“imperio”.
(*) Economista y funcionario jubilado de la ONU
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